Canciones Infantiles
miércoles, 15 de julio de 2015
Lupita, la mariquita rica

Lupita era una mariquita, que soñaba con volar sola hasta lo más alto, para distinguirse de las demás. Tras la suculenta herencia de su padre Epafrodito, que en paz descanse, Lupita se convirtió en la mariquita más rica de Pueblobichito, su humilde ciudad.
Al verse con tanto dinero, Lupita se volvió tan caprichosa, que incluso se cansó de andar, y decidió invertir su fortuna en viajes para al fin conseguir volar, como ninguna otra mariquita lo había hecho jamás.
Subió en helicópteros, viajó en avión, y hasta surcando el cielo en globo a Lupita (que todo se le hacía poco) se la vio. Viajaba Lupita siempre maquillada con enormes pestañas, y ataviada con largos guantes de seda y un sombrero tan grande que se la veía a cien pies.
Pero pronto, Lupita empezó a necesitar a alguien con quien poder compartir todas las maravillas que había visto a lo largo de tanto viaje. Empezó a imaginar, mientras contemplaba el mundo, como sería la vida con otro bichito que la susurrara canciones a la orilla del mar o celebrase con ella la Navidad. Recordaba con tristeza a sus amigas Críspula y Cristeta, con las cuales se pasaba horas enteras jugando y sobrevolando los arbustos espesos y radiantes en primavera. O a Serapio y su brillante mirada, posándose sobre sus pequeñas alas en los días más espléndidos de la florida estación. Y Lupita sintió de repente una profunda tristeza que con su dinero no podía arreglar.
Decidió entonces poner sus patitas en tierra para ordenar todas aquellas ideas. Y vagando de un lado a otro, llegó a un extraño lugar al que se dirigían muchas mariquitas de su ciudad. La Cueva del Suplicio, como se llamaba, era un sitio a donde acudían la mayoría de mariquitas que no tenían nada, para empeñar lo poco que les quedaba y así dárselo a los demás el día de Navidad.
Viendo a aquellas mariquitas luchar por no perder la sonrisa de los suyos, con su propio esfuerzo y sin ayuda de los demás, comprendió Lupita que no eran ellos los pobres y se avergonzó de su codicia y su vanidad.
Decidió en aquel momento Lupita, depositar en aquel lugar todo su capital, incluidos sus guantes de seda y su gigante sombrero. ¡Quería ser como las demás!
Lupita había comprendido al fin que, en volar hasta lo más alto, no se encontraba la felicidad.
La Tortuga Cloe
Había una vez una jovencita tortuga de agua de apenas un año llamada Cloe que vivía en un estanque junto a sus padres y otras tortugas. En total eran 8 tortugas que a lo largo de los años se habían hecho muy amigas compartiendo el lindo estanque. Junto a ellas vivían tres ranitas y seis peces de colores, todos ellos cuidados y alimentados por el anciano señor Rosendo .
Una mañana la tortuga Cloe sintió la necesidad de conocer el mundo que la rodeaba y decidió partir en busca de aventuras.
Guiada por el impulso aventurero escaló las rocas que rodeaban el estanque agarrándose con sus largas uñas, mientras sus papas y sus amigas tortugas y las ranitas le gritaban
- ¡¡ No !! ¡¡ no te vayas vuelve con nosotros !!
Cloe no les hizo ningún caso y cuando quiso darse cuenta estaba ya a dos metros del estanque. Miró a su alrededor; el jardín de la vieja casa estaba algo descuidado y las malas hiervas crecían alrededor del estanque. Cloe estiró el cuello todo lo que pudo y vio una vieja puerta de hierro al final de un camino de piedras. Se dirigió hacia el camino dispuesta a surcarlo hasta llegar a la puerta.
Una vez alcanzó la puerta se dio cuenta de que ésta estaba cerrada y mirando a su alrededor se dio cuenta de que no podía salir del jardín. Cloe se quedó mirando hacia fuera a través de los barrotes de hierro forjado, suspirando mientras pensaba
- Caramba, he hecho todo esto para nada, porque no voy a poder salir de este jardín.
De repente una liebre silvestre se acercó a la puerta y saludo a la tortuga Cloe.
- Hola - dijo la liebre.
- Hola ¿ cómo estás ? - saludo Cloe.
- Muy bien - respondió la liebre - estoy buscando comida para mis adorados hijitos que están esperándome en la madriguera. Es peligroso porque hay cazadores por esta zona, pero no me importa ya que tengo que dar de comer a mis pequeños ¡ Los amo tanto ! - dijo la liebre sonriendo.
La liebre pegó un ágil saltito y se alejó veloz por el prado.
Pasaron unos minutos y un ratoncito de campo se acercó a la puerta.
- hola - dijo Cloe mirando al gracioso ratoncito - ¿ qué haces ?
- Hola - respondió el ratoncito - estoy jugando al escondite con mis amigos ¡ es tan divertido ! me encanta jugar con mis amigos.
El ratoncito giró la cabeza hacia ambos lados y salió corriendo a esconderse bajo unas rocas.
Cloe siguió contemplando el campo a través de la puerta, pensativa, con la mirada fija el una vieja encina que había unos metros más allá, en la vereda de un camino. De repente vio caerse de una rama un pequeño pajarillo. éste intento volar pero sus jóvenes alas no lo conseguían. El pajarito asustado se acercó a la puerta.
- Hola ¿ has visto a mi mama ?
- No - respondió Cloe
- Tengo miedo - fijo el pajarito - quiero ir con mi mama, se estaba tan bien en el nido con mis papas y mi familia- añadió suspirando.
Una linda pajarita de hermosos colores se acercó al pajarito.
- ¡ Mama ! - exclamó el pequeño - ¡ qué bien que estés aquí ! tenía miedo de no volver a verte - dijo mientras se acurrucaba entre sus plumas. La mama del pajarito, atenta y paciente, enseño al pajarito a mover sus alas bajo la atenta mirada de la tortuguita Cloe y casi de forma milagrosa el pequeño pajarito echó a volar y Cloe vio como se dirigía al nido siguiendo a su madre.
A cloe le invadió una gran melancolía. Pensaba en la valiente liebre dispuesta a poner en riesgo su vida para alimentar a sus pequeños, recordaba lo feliz que se veía el ratoncito jugando con sus amigos y suspiraba de alivio al saber que el pequeño pajarito estaba a salvo de nuevo en el nido con su familia.
De repente Cloe giró la cabeza por encima de su concha, escuchando a lo lejos en ruido del agua al caer entre las piedras del estanque.
- ¿ Donde voy a estar mejor que en mi casa con mis padres y mis amigos ? - se preguntó - y girando su cuerpecito se dirigió de nuevo hacia el estanque.
Clavando las uñas se encaramó por el pequeño murete de piedras que rodeaba el estanque y llegó a lo alto de una piedra desde donde se divisaba el pequeño estanque. Sus padres y sus amigas estaban nadando en el agua o tomando el sol sobre los viejos troncos, Cloe los miro a todos feliz y sonriente.
- ¡ Estoy aquí ! - grito.
Las tortugas, las ranas y los peces se giraron sobresaltados y al ver a Cloe se pusieron muy pero que muy contentos. Los papas de Cloe lloraban de alegría, sus amigas hacían piruetas en el agua celebrando su regreso y los peces de colores batían sus aletas aplaudiendo.
- ¡ Qué bien que hayas vuelto ! - Gritaban todos felices.
La pequeña Cloe descendió por la piedra, se acercó s sus papas dándoles un sonoro beso y saltó al agua jugando feliz con todos sus amigos.
Desde ese día Cloe supo que donde mejor estaba es junto a aquellos que la quieren.
Había una vez una jovencita tortuga de agua de apenas un año llamada Cloe que vivía en un estanque junto a sus padres y otras tortugas. En total eran 8 tortugas que a lo largo de los años se habían hecho muy amigas compartiendo el lindo estanque. Junto a ellas vivían tres ranitas y seis peces de colores, todos ellos cuidados y alimentados por el anciano señor Rosendo .
Una mañana la tortuga Cloe sintió la necesidad de conocer el mundo que la rodeaba y decidió partir en busca de aventuras.
Guiada por el impulso aventurero escaló las rocas que rodeaban el estanque agarrándose con sus largas uñas, mientras sus papas y sus amigas tortugas y las ranitas le gritaban
- ¡¡ No !! ¡¡ no te vayas vuelve con nosotros !!
Cloe no les hizo ningún caso y cuando quiso darse cuenta estaba ya a dos metros del estanque. Miró a su alrededor; el jardín de la vieja casa estaba algo descuidado y las malas hiervas crecían alrededor del estanque. Cloe estiró el cuello todo lo que pudo y vio una vieja puerta de hierro al final de un camino de piedras. Se dirigió hacia el camino dispuesta a surcarlo hasta llegar a la puerta.
Una vez alcanzó la puerta se dio cuenta de que ésta estaba cerrada y mirando a su alrededor se dio cuenta de que no podía salir del jardín. Cloe se quedó mirando hacia fuera a través de los barrotes de hierro forjado, suspirando mientras pensaba
- Caramba, he hecho todo esto para nada, porque no voy a poder salir de este jardín.
De repente una liebre silvestre se acercó a la puerta y saludo a la tortuga Cloe.
- Hola - dijo la liebre.
- Hola ¿ cómo estás ? - saludo Cloe.
- Muy bien - respondió la liebre - estoy buscando comida para mis adorados hijitos que están esperándome en la madriguera. Es peligroso porque hay cazadores por esta zona, pero no me importa ya que tengo que dar de comer a mis pequeños ¡ Los amo tanto ! - dijo la liebre sonriendo.
La liebre pegó un ágil saltito y se alejó veloz por el prado.
Pasaron unos minutos y un ratoncito de campo se acercó a la puerta.
- hola - dijo Cloe mirando al gracioso ratoncito - ¿ qué haces ?
- Hola - respondió el ratoncito - estoy jugando al escondite con mis amigos ¡ es tan divertido ! me encanta jugar con mis amigos.
El ratoncito giró la cabeza hacia ambos lados y salió corriendo a esconderse bajo unas rocas.
Cloe siguió contemplando el campo a través de la puerta, pensativa, con la mirada fija el una vieja encina que había unos metros más allá, en la vereda de un camino. De repente vio caerse de una rama un pequeño pajarillo. éste intento volar pero sus jóvenes alas no lo conseguían. El pajarito asustado se acercó a la puerta.
- Hola ¿ has visto a mi mama ?
- No - respondió Cloe
- Tengo miedo - fijo el pajarito - quiero ir con mi mama, se estaba tan bien en el nido con mis papas y mi familia- añadió suspirando.
Una linda pajarita de hermosos colores se acercó al pajarito.
- ¡ Mama ! - exclamó el pequeño - ¡ qué bien que estés aquí ! tenía miedo de no volver a verte - dijo mientras se acurrucaba entre sus plumas. La mama del pajarito, atenta y paciente, enseño al pajarito a mover sus alas bajo la atenta mirada de la tortuguita Cloe y casi de forma milagrosa el pequeño pajarito echó a volar y Cloe vio como se dirigía al nido siguiendo a su madre.
A cloe le invadió una gran melancolía. Pensaba en la valiente liebre dispuesta a poner en riesgo su vida para alimentar a sus pequeños, recordaba lo feliz que se veía el ratoncito jugando con sus amigos y suspiraba de alivio al saber que el pequeño pajarito estaba a salvo de nuevo en el nido con su familia.
De repente Cloe giró la cabeza por encima de su concha, escuchando a lo lejos en ruido del agua al caer entre las piedras del estanque.
- ¿ Donde voy a estar mejor que en mi casa con mis padres y mis amigos ? - se preguntó - y girando su cuerpecito se dirigió de nuevo hacia el estanque.
Clavando las uñas se encaramó por el pequeño murete de piedras que rodeaba el estanque y llegó a lo alto de una piedra desde donde se divisaba el pequeño estanque. Sus padres y sus amigas estaban nadando en el agua o tomando el sol sobre los viejos troncos, Cloe los miro a todos feliz y sonriente.
- ¡ Estoy aquí ! - grito.
Las tortugas, las ranas y los peces se giraron sobresaltados y al ver a Cloe se pusieron muy pero que muy contentos. Los papas de Cloe lloraban de alegría, sus amigas hacían piruetas en el agua celebrando su regreso y los peces de colores batían sus aletas aplaudiendo.
- ¡ Qué bien que hayas vuelto ! - Gritaban todos felices.
La pequeña Cloe descendió por la piedra, se acercó s sus papas dándoles un sonoro beso y saltó al agua jugando feliz con todos sus amigos.
Desde ese día Cloe supo que donde mejor estaba es junto a aquellos que la quieren.
Barba Azul
Érase una vez un hombre que tenía hermosas casas en la ciudad y en el campo, vajilla de oro y plata, muebles forrados en finísimo brocado y carrozas todas doradas. Pero desgraciadamente, este hombre tenía la barba azul; esto le daba un aspecto tan feo y terrible que todas las mujeres y las jóvenes le arrancaban.
Una vecina suya, dama distinguida, tenía dos hijas hermosísimas. Él le pidió la mano de una de ellas, dejando a su elección cuál querría darle. Ninguna de las dos quería y se lo pasaban una a la otra, pues no podían resignarse a tener un marido con la barba azul. Pero lo que más les disgustaba era que ya se había casado varias veces y nadie sabía qué había pasado con esas mujeres.
Barba Azul, para conocerlas, las llevó con su madre y tres o cuatro de sus mejores amigas, y algunos jóvenes de la comarca, a una de sus casas de campo, donde permanecieron ocho días completos. El tiempo se les iba en paseos, cacerías, pesca, bailes, festines, meriendas y cenas; nadie dormía y se pasaban la noche entre bromas y diversiones. En fin, todo marchó tan bien que la menor de las jóvenes empezó a encontrar que el dueño de casa ya no tenía la barba tan azul y que era un hombre muy correcto.
Tan pronto hubieron llegado a la ciudad, quedó arreglada la boda. Al cabo de un mes, Barba Azul le dijo a su mujer que tenía que viajar a provincia por seis semanas a lo menos debido a un negocio importante; le pidió que se divirtiera en su ausencia, que hiciera venir a sus buenas amigas, que las llevara al campo si lo deseaban, que se diera gusto.
-He aquí -le dijo- las llaves de los dos guardamuebles, éstas son las de la vajilla de oro y plata que no se ocupa todos los días, aquí están las de los estuches donde guardo mis pedrerías, y ésta es la llave maestra de todos los aposentos. En cuanto a esta llavecita, es la del gabinete al fondo de la galería de mi departamento: abrid todo, id a todos lados, pero os prohibo entrar a este pequeño gabinete, y os lo prohíbo de tal manera que si llegáis a abrirlo, todo lo podéis esperar de mi cólera.
Ella prometió cumplir exactamente con lo que se le acababa de ordenar; y él, luego de abrazarla, sube a su carruaje y emprende su viaje.
Las vecinas y las buenas amigas no se hicieron de rogar para ir donde la recién casada, tan impacientes estaban por ver todas las riquezas de su casa, no habiéndose atrevido a venir mientras el marido estaba presente a causa de su barba azul que les daba miedo.
De inmediato se ponen a recorrer las habitaciones, los gabinetes, los armarios de trajes, a cual de todos los vestidos más hermosos y más ricos. Subieron en seguida a los guardamuebles, donde no se cansaban de admirar la cantidad y magnificencia de las tapicerías, de las camas, de los sofás, de los bargueños, de los veladores, de las mesas y de los espejos donde uno se miraba de la cabeza a los pies, y cuyos marcos, unos de cristal, los otros de plata o de plata recamada en oro, eran los más hermosos y magníficos que jamás se vieran. No cesaban de alabar y envidiar la felicidad de su amiga quien, sin embargo, no se divertía nada al ver tantas riquezas debido a la impaciencia que sentía por ir a abrir el gabinete del departamento de su marido.
Tan apremiante fue su curiosidad que, sin considerar que dejarlas solas era una falta de cortesía, bajó por una angosta escalera secreta y tan precipitadamente, que estuvo a punto de romperse los huesos dos o tres veces. Al llegar a la puerta del gabinete, se detuvo durante un rato, pensando en la prohibición que le había hecho su marido, y temiendo que esta desobediencia pudiera acarrearle alguna desgracia. Pero la tentación era tan grande que no pudo superarla: tomó, pues, la llavecita y temblando abrió la puerta del gabinete.
Al principio no vio nada porque las ventanas estaban cerradas; al cabo de un momento, empezó a ver que el piso se hallaba todo cubierto de sangre coagulada, y que en esta sangre se reflejaban los cuerpos de varias mujeres muertas y atadas a las murallas (eran todas las mujeres que habían sido las esposas de Barba Azul y que él había degollado una tras otra).
Creyó que se iba a morir de miedo, y la llave del gabinete que había sacado de la cerradura se le cayó de la mano. Después de reponerse un poco, recogió la llave, volvió a salir y cerró la puerta; subió a su habitación para recuperar un poco la calma; pero no lo lograba, tan conmovida estaba.
Habiendo observado que la llave del gabinete estaba manchada de sangre, la limpió dos o tres veces, pero la sangre no se iba; por mucho que la lavara y aún la resfregara con arenilla, la sangre siempre estaba allí, porque la llave era mágica, y no había forma de limpiarla del todo: si se le sacaba la mancha de un lado, aparecía en el otro.
Barba Azul regresó de su viaje esa misma tarde diciendo que en el camino había recibido cartas informándole que el asunto motivo del viaje acababa de finiquitarse a su favor. Su esposa hizo todo lo que pudo para demostrarle que estaba encantada con su pronto regreso.
Al día siguiente, él le pidió que le devolviera las llaves y ella se las dio, pero con una mano tan temblorosa que él adivinó sin esfuerzo todo lo que había pasado.
-¿Y por qué -le dijo- la llave del gabinete no está con las demás?
-Tengo que haberla dejado -contestó ella- allá arriba sobre mi mesa.
-No dejéis de dármela muy pronto -dijo Barba Azul.
Después de aplazar la entrega varias veces, no hubo más remedio que traer la llave.
Habiéndola examinado, Barba Azul dijo a su mujer:
-¿Por qué hay sangre en esta llave?
-No lo sé -respondió la pobre mujer- pálida corno una muerta.
-No lo sabéis -repuso Barba Azul- pero yo sé muy bien. ¡Habéis tratado de entrar al gabinete! Pues bien, señora, entraréis y ocuparéis vuestro lugar junto a las damas que allí habéis visto.
Ella se echó a los pies de su marido, llorando y pidiéndole perdón, con todas las demostraciones de un verdadero arrepentimiento por no haber sido obediente. Habría enternecido a una roca, hermosa y afligida como estaba; pero Barba Azul tenía el corazón más duro que una roca.
-Hay que morir, señora -le dijo- y de inmediato.
-Puesto que voy a morir -respondió ella mirándolo con los ojos bañados de lágrimas-, dadme un poco de tiempo para rezarle a Dios.
-Os doy medio cuarto de hora -replicó Barba Azul-, y ni un momento más.
Cuando estuvo sola llamó a su hermana y le dijo:
-Ana, (pues así se llamaba), hermana mía, te lo ruego, sube a lo alto de la torre, para ver si vienen mis hermanos, prometieron venir hoy a verme, y si los ves, hazles señas para que se den prisa.
La hermana Ana subió a lo alto de la torre, y la pobre afligida le gritaba de tanto en tanto:
-Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?
Y la hermana respondía:
-No veo más que el sol que resplandece y la hierba que reverdece.
Mientras tanto Barba Azul, con un enorme cuchillo en la mano, le gritaba con toda sus fuerzas a su mujer:
-Baja pronto o subiré hasta allá.
-Esperad un momento más, por favor, respondía su mujer; y a continuación exclamaba en voz baja: Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?
Y la hermana Ana respondía:
-No veo más que el sol que resplandece y la hierba que reverdece.
-Baja ya -gritaba Barba Azul- o yo subiré.
-Voy en seguida -le respondía su mujer; y luego suplicaba-: Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?
-Veo -respondió la hermana Ana- una gran polvareda que viene de este lado.
-¿Son mis hermanos?
-¡Ay, hermana, no! es un rebaño de ovejas.
-¿No piensas bajar? -gritaba Barba Azul.
-En un momento más -respondía su mujer; y en seguida clamaba-: Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?
-Veo -respondió ella- a dos jinetes que vienen hacia acá, pero están muy lejos todavía... ¡Alabado sea Dios! -exclamó un instante después-, son mis hermanos; les estoy haciendo señas tanto como puedo para que se den prisa.
Barba Azul se puso a gritar tan fuerte que toda la casa temblaba. La pobre mujer bajó y se arrojó a sus pies, deshecha en lágrimas y enloquecida.
-Es inútil -dijo Barba Azul- hay que morir.
Luego, agarrándola del pelo con una mano, y levantando la otra con el cuchillo se dispuso a cortarle la cabeza. La infeliz mujer, volviéndose hacia él y mirándolo con ojos desfallecidos, le rogó que le concediera un momento para recogerse.
-No, no, -dijo él- encomiéndate a Dios-; y alzando su brazo...
En ese mismo instante golpearon tan fuerte a la puerta que Barba Azul se detuvo bruscamente; al abrirse la puerta entraron dos jinetes que, espada en mano, corrieron derecho hacia Barba Azul.
Este reconoció a los hermanos de su mujer, uno dragón y el otro mosquetero, de modo que huyó para guarecerse; pero los dos hermanos lo persiguieron tan de cerca, que lo atraparon antes que pudiera alcanzar a salir. Le atravesaron el cuerpo con sus espadas y lo dejaron muerto. La pobre mujer estaba casi tan muerta como su marido, y no tenía fuerzas para levantarse y abrazar a sus hermanos.
Ocurrió que Barba Azul no tenía herederos, de modo que su esposa pasó a ser dueña de todos sus bienes. Empleó una parte en casar a su hermana Ana con un joven gentilhombre que la amaba desde hacía mucho tiempo; otra parte en comprar cargos de Capitán a sus dos hermanos; y el resto a casarse ella misma con un hombre muy correcto que la hizo olvidar los malos ratos pasados con Barba Azul.
Una vecina suya, dama distinguida, tenía dos hijas hermosísimas. Él le pidió la mano de una de ellas, dejando a su elección cuál querría darle. Ninguna de las dos quería y se lo pasaban una a la otra, pues no podían resignarse a tener un marido con la barba azul. Pero lo que más les disgustaba era que ya se había casado varias veces y nadie sabía qué había pasado con esas mujeres.
Barba Azul, para conocerlas, las llevó con su madre y tres o cuatro de sus mejores amigas, y algunos jóvenes de la comarca, a una de sus casas de campo, donde permanecieron ocho días completos. El tiempo se les iba en paseos, cacerías, pesca, bailes, festines, meriendas y cenas; nadie dormía y se pasaban la noche entre bromas y diversiones. En fin, todo marchó tan bien que la menor de las jóvenes empezó a encontrar que el dueño de casa ya no tenía la barba tan azul y que era un hombre muy correcto.
Tan pronto hubieron llegado a la ciudad, quedó arreglada la boda. Al cabo de un mes, Barba Azul le dijo a su mujer que tenía que viajar a provincia por seis semanas a lo menos debido a un negocio importante; le pidió que se divirtiera en su ausencia, que hiciera venir a sus buenas amigas, que las llevara al campo si lo deseaban, que se diera gusto.
-He aquí -le dijo- las llaves de los dos guardamuebles, éstas son las de la vajilla de oro y plata que no se ocupa todos los días, aquí están las de los estuches donde guardo mis pedrerías, y ésta es la llave maestra de todos los aposentos. En cuanto a esta llavecita, es la del gabinete al fondo de la galería de mi departamento: abrid todo, id a todos lados, pero os prohibo entrar a este pequeño gabinete, y os lo prohíbo de tal manera que si llegáis a abrirlo, todo lo podéis esperar de mi cólera.
Ella prometió cumplir exactamente con lo que se le acababa de ordenar; y él, luego de abrazarla, sube a su carruaje y emprende su viaje.
Las vecinas y las buenas amigas no se hicieron de rogar para ir donde la recién casada, tan impacientes estaban por ver todas las riquezas de su casa, no habiéndose atrevido a venir mientras el marido estaba presente a causa de su barba azul que les daba miedo.
De inmediato se ponen a recorrer las habitaciones, los gabinetes, los armarios de trajes, a cual de todos los vestidos más hermosos y más ricos. Subieron en seguida a los guardamuebles, donde no se cansaban de admirar la cantidad y magnificencia de las tapicerías, de las camas, de los sofás, de los bargueños, de los veladores, de las mesas y de los espejos donde uno se miraba de la cabeza a los pies, y cuyos marcos, unos de cristal, los otros de plata o de plata recamada en oro, eran los más hermosos y magníficos que jamás se vieran. No cesaban de alabar y envidiar la felicidad de su amiga quien, sin embargo, no se divertía nada al ver tantas riquezas debido a la impaciencia que sentía por ir a abrir el gabinete del departamento de su marido.
Tan apremiante fue su curiosidad que, sin considerar que dejarlas solas era una falta de cortesía, bajó por una angosta escalera secreta y tan precipitadamente, que estuvo a punto de romperse los huesos dos o tres veces. Al llegar a la puerta del gabinete, se detuvo durante un rato, pensando en la prohibición que le había hecho su marido, y temiendo que esta desobediencia pudiera acarrearle alguna desgracia. Pero la tentación era tan grande que no pudo superarla: tomó, pues, la llavecita y temblando abrió la puerta del gabinete.
Al principio no vio nada porque las ventanas estaban cerradas; al cabo de un momento, empezó a ver que el piso se hallaba todo cubierto de sangre coagulada, y que en esta sangre se reflejaban los cuerpos de varias mujeres muertas y atadas a las murallas (eran todas las mujeres que habían sido las esposas de Barba Azul y que él había degollado una tras otra).
Creyó que se iba a morir de miedo, y la llave del gabinete que había sacado de la cerradura se le cayó de la mano. Después de reponerse un poco, recogió la llave, volvió a salir y cerró la puerta; subió a su habitación para recuperar un poco la calma; pero no lo lograba, tan conmovida estaba.
Habiendo observado que la llave del gabinete estaba manchada de sangre, la limpió dos o tres veces, pero la sangre no se iba; por mucho que la lavara y aún la resfregara con arenilla, la sangre siempre estaba allí, porque la llave era mágica, y no había forma de limpiarla del todo: si se le sacaba la mancha de un lado, aparecía en el otro.
Barba Azul regresó de su viaje esa misma tarde diciendo que en el camino había recibido cartas informándole que el asunto motivo del viaje acababa de finiquitarse a su favor. Su esposa hizo todo lo que pudo para demostrarle que estaba encantada con su pronto regreso.
Al día siguiente, él le pidió que le devolviera las llaves y ella se las dio, pero con una mano tan temblorosa que él adivinó sin esfuerzo todo lo que había pasado.
-¿Y por qué -le dijo- la llave del gabinete no está con las demás?
-Tengo que haberla dejado -contestó ella- allá arriba sobre mi mesa.
-No dejéis de dármela muy pronto -dijo Barba Azul.
Después de aplazar la entrega varias veces, no hubo más remedio que traer la llave.
Habiéndola examinado, Barba Azul dijo a su mujer:
-¿Por qué hay sangre en esta llave?
-No lo sé -respondió la pobre mujer- pálida corno una muerta.
-No lo sabéis -repuso Barba Azul- pero yo sé muy bien. ¡Habéis tratado de entrar al gabinete! Pues bien, señora, entraréis y ocuparéis vuestro lugar junto a las damas que allí habéis visto.
Ella se echó a los pies de su marido, llorando y pidiéndole perdón, con todas las demostraciones de un verdadero arrepentimiento por no haber sido obediente. Habría enternecido a una roca, hermosa y afligida como estaba; pero Barba Azul tenía el corazón más duro que una roca.
-Hay que morir, señora -le dijo- y de inmediato.
-Puesto que voy a morir -respondió ella mirándolo con los ojos bañados de lágrimas-, dadme un poco de tiempo para rezarle a Dios.
-Os doy medio cuarto de hora -replicó Barba Azul-, y ni un momento más.
Cuando estuvo sola llamó a su hermana y le dijo:
-Ana, (pues así se llamaba), hermana mía, te lo ruego, sube a lo alto de la torre, para ver si vienen mis hermanos, prometieron venir hoy a verme, y si los ves, hazles señas para que se den prisa.
La hermana Ana subió a lo alto de la torre, y la pobre afligida le gritaba de tanto en tanto:
-Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?
Y la hermana respondía:
-No veo más que el sol que resplandece y la hierba que reverdece.
Mientras tanto Barba Azul, con un enorme cuchillo en la mano, le gritaba con toda sus fuerzas a su mujer:
-Baja pronto o subiré hasta allá.
-Esperad un momento más, por favor, respondía su mujer; y a continuación exclamaba en voz baja: Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?
Y la hermana Ana respondía:
-No veo más que el sol que resplandece y la hierba que reverdece.
-Baja ya -gritaba Barba Azul- o yo subiré.
-Voy en seguida -le respondía su mujer; y luego suplicaba-: Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?
-Veo -respondió la hermana Ana- una gran polvareda que viene de este lado.
-¿Son mis hermanos?
-¡Ay, hermana, no! es un rebaño de ovejas.
-¿No piensas bajar? -gritaba Barba Azul.
-En un momento más -respondía su mujer; y en seguida clamaba-: Ana, hermana mía, ¿no ves venir a nadie?
-Veo -respondió ella- a dos jinetes que vienen hacia acá, pero están muy lejos todavía... ¡Alabado sea Dios! -exclamó un instante después-, son mis hermanos; les estoy haciendo señas tanto como puedo para que se den prisa.
Barba Azul se puso a gritar tan fuerte que toda la casa temblaba. La pobre mujer bajó y se arrojó a sus pies, deshecha en lágrimas y enloquecida.
-Es inútil -dijo Barba Azul- hay que morir.
Luego, agarrándola del pelo con una mano, y levantando la otra con el cuchillo se dispuso a cortarle la cabeza. La infeliz mujer, volviéndose hacia él y mirándolo con ojos desfallecidos, le rogó que le concediera un momento para recogerse.
-No, no, -dijo él- encomiéndate a Dios-; y alzando su brazo...
En ese mismo instante golpearon tan fuerte a la puerta que Barba Azul se detuvo bruscamente; al abrirse la puerta entraron dos jinetes que, espada en mano, corrieron derecho hacia Barba Azul.
Este reconoció a los hermanos de su mujer, uno dragón y el otro mosquetero, de modo que huyó para guarecerse; pero los dos hermanos lo persiguieron tan de cerca, que lo atraparon antes que pudiera alcanzar a salir. Le atravesaron el cuerpo con sus espadas y lo dejaron muerto. La pobre mujer estaba casi tan muerta como su marido, y no tenía fuerzas para levantarse y abrazar a sus hermanos.
Ocurrió que Barba Azul no tenía herederos, de modo que su esposa pasó a ser dueña de todos sus bienes. Empleó una parte en casar a su hermana Ana con un joven gentilhombre que la amaba desde hacía mucho tiempo; otra parte en comprar cargos de Capitán a sus dos hermanos; y el resto a casarse ella misma con un hombre muy correcto que la hizo olvidar los malos ratos pasados con Barba Azul.
El iman
Había una vez un imán y en el vecindario vivían unas limaduras de acero. Un día, a dos limaduras se les ocurrió bruscamente visitar al imán y empezaron a hablar de lo agradable que sería esta visita. Otras limaduras cercanas sorprendieron la conversación y las embargó el mismo deseo. Se agregaron otras y al fin todas las limaduras empezaron a discutir el asunto y gradualmente el vago deseo se transformó en impulso. ¿Por qué no ir hoy?, dijeron algunas, pero otras opinaron que sería mejor esperar hasta el día siguiente. Mientras tanto, sin advertirlo, habían ido acercándose al imán, que estaba muy tranquilo, como si no se diera cuenta de nada. Así prosiguieron discutiendo, siempre acercándose al imán, y cuanto más hablaban, más fuerte era el impulso, hasta que las más impacientes declararon que irían ese mismo día, hicieran lo que hicieran las otras. Se oyó decir a algunas que su deber era visitar al imán y que hacía ya tiempo que le debían esa visita. Mientras hablaban, seguían inconscientemente acercándose.
Al fin prevalecieron las impacientes, y en un impulso irresistible la comunidad entera gritó:
-Inútil esperar. Iremos hoy. Iremos ahora. Iremos en el acto.
La masa unánime se precipitó y quedó pegada al imán por todos lados. El imán sonrió, porque las limaduras de acero estaban convencidas de que su visita era voluntaria.
Al fin prevalecieron las impacientes, y en un impulso irresistible la comunidad entera gritó:
-Inútil esperar. Iremos hoy. Iremos ahora. Iremos en el acto.
La masa unánime se precipitó y quedó pegada al imán por todos lados. El imán sonrió, porque las limaduras de acero estaban convencidas de que su visita era voluntaria.
FIN
La Princesa y el Guisante
Érase una vez un príncipe que quería casarse, pero tenía que ser con una princesa de verdad. De modo que dio la vuelta al mundo para encontrar una que lo fuera; pero aunque en todas partes encontró no pocas princesas, que lo fueran de verdad era imposible de saber, porque siempre había algo en ellas que no terminaba de convencerle. Así es que regresó muy desconsolado, por su gran deseo de casarse con una princesa auténtica. Una noche estalló una tempestad horrible, con rayos y truenos y lluvia a cántaros; era una noche, en verdad, espantosa. De pronto golpearon a la puerta del castillo, y el viejo rey fue a abrir. Afuera había una princesa. Pero, Dios mío, ¡qué aspecto presentaba con la lluvia y el mal tiempo! El agua le goteaba del pelo y de las ropas, le corría por la punta de los zapatos y le salía por el tacón y, sin embargo, decía que era una princesa auténtica. «Bueno, eso ya lo veremos», pensó la vieja reina. Y sin decir palabra, fue a la alcoba, apartó toda la ropa de la cama y puso un guisante en el fondo. Después cogió veinte colchones y los puso sobre el guisante, y además colocó veinte edredones sobre los colchones. La que decía ser princesa dormiría allí aquella noche. A la mañana siguiente le preguntaron qué tal había dormido. -¡Oh, terriblemente mal! -dijo la princesa-. Apenas si he pegado ojo en toda la noche. ¡Sabe Dios lo que habría en la cama! He dormido sobre algo tan duro que tengo todo el cuerpo lleno de magulladuras. ¡Ha sido horrible!Así pudieron ver que era una princesa de verdad, porque a través de veinte colchones y de veinte edredones había notado el guisante. Sólo una auténtica princesa podía haber tenido una piel tan delicada. El príncipe la tomó por esposa, porque ahora pudo estar seguro de que se casaba con una princesa auténtica, y el guisante entró a formar parte de las joyas de la corona, donde todavía puede verse, a no ser que alguien se lo haya comido. ¡Como veréis, éste sí que fue un auténtico cuento!
FIN
Fábula de la liebre y la tortuga.
- Estoy segura de poder ganarte una carrera.
- ¿A mí? Preguntó asombrada la liebre.
- Sí, sí, a ti, dijo la tortuga. Pongamos nuestras apuestas y veamos quién gana la carrera.
La liebre, muy ingreída, aceptó la apuesta.
Así que todos los animales se reunieron para presenciar la carrera. El búho señaló los puntos de partida y de llegada, y sin más preámbulos comenzó la carrera en medio de la incredulidad de los asistentes.
Astuta y muy confiada en si misma, la liebre dejó coger ventaja a la tortuga y se quedó haciendo burla de ella. Luego, empezó a correr velozmente y sobrepasó a la tortuga que caminaba despacio, pero sin parar. Sólo se detuvo a mitad del camino ante un prado verde y frondoso, donde se dispuso a descansar antes de concluir la carrera. Allí se quedó dormida, mientras la tortuga siguió caminando, paso tras paso, lentamente, pero sin detenerse.
Cuando la liebre se despertó, vio con pavor que la tortuga se encontraba a una corta distancia de la meta. En un sobresalto, salió corriendo con todas sus fuerzas, pero ya era muy tarde: ¡la tortuga había alcanzado la meta y ganado la carrera!
Ese día la liebre aprendió, en medio de una gran humillación, que no hay que burlarse jamás de los demás. También aprendió que el exceso de confianza es un obstáculo para alcanzar nuestros objetivos. Y que nadie, absolutamente nadie, es mejor que nadie.
MORALEJA
" Enseña a los niños que no hay que burlarse jamás de los demás y que el exceso de confianza puede ser un obstáculo para alcanzar nuestros objetivos."
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